Papel, blanco. Pluma, tinta azul. Miedo.
Estoy incómodo, no es esta silla, la compré para este momento, para hacerlo confortable. Incómodo, estoy incómodo. La ropa tampoco es, está pensada para este instante.
Papel blanco, pluma con tinta azul y miedo, mucho miedo. Es el sentimiento caótico de enfrentarse a lo desconocido, a algo nuevo. Es la responsabilidad de luchar con un papel usando como única arma una pluma cargada con tinta azul. Terror a saber si se podrá sacar algo de la pluma, algo que no sea una letra tras otra (kjhdiuwkqopañmcmnlkeoi), ni una palabra tras otra (hola cello esta caído eres ¡ahora!).
La pluma está llena de cosas, de ideas, que un papel necesita para no ser una mera hoja en blanco sin nada que ofrecer al mundo. Pluma y papel se necesitan. Pero ellos no son nada si alguien no consigue hacer surgir de la pluma, tinta azul, todas las palabras que un papel necesita. Y yo no puedo. Estoy perdido en la inmensa llanura albina que se extiende ante mí y la pluma.
Hora tras hora sentado ante ellos, papel, blanco, tinta azul. No llego a unirme a la pluma, ella no me deja sus palabras, sus ideas, yo no puedo dárselas al papel blanco.
Duermo. Me levanto. Trabajo. Vuelvo a casa.
Papel, blanco. Pluma, tinta azul. Pánico.
Estoy en una habitación, tranquila, paredes de azul cielo. Unas velas, en llamas, tratan de iluminar el camino para que mi mente se una a la pluma, para que ésta me preste, por un segundo, su saber frente a un papel nevado. Nada. Una gran nada abarca toda la visión que se extiende, todavía virgen, ante mí. Una nada que ocupa la extensión que hay entre cuatro esquinas, esquinas cercanas, alejadas por un vacío albo. Papel, blanco.
Ideas pasan fugazmente por mi imaginación, pero son tan difusas... Una angustia va apoderándose de mí, mientras la pluma sigue sin soltar ni una sola de sus palabras. Paso varias horas delante de la hoja que, pálida, me recuerda a cada instante que desea ser escrita, que quiere decir algo. Mirada al reloj, me asusto, hace más de cuatro horas que de mi mente sólo sale la necesidad y la imposibilidad de escribir. Temor.
Once de la noche, ceno, sin televisión, sólo música que me transporta, por la imaginación, a otros mundos en los que sólo coexistimos la música y yo. Doce, duermo. Siete, me levanto y desayuno, luego una hora de metro y autobús, trabajo y vuelvo a casa.
Entro, despacio. Camino por el pasillo haciendo un ruido, apenas perceptible, los calcetines rozando con la madera. Llego, azul cielo en las paredes, miro por una rendija que deja la puerta. Hoja y pluma siguen encima de la mesa, papel pálido, la luz todavía no le ha alcanzado.
Contemplo mis manos, las palpo, por si son ellas las que me impiden escribir, pero no averiguo nada. Miro mi cara en un espejo, el resultado es el mismo, no parece haber nada que me tenga que impedir la escritura.
Me siento. Papel blanco, pluma con tinta azul, terror. Solo en casa, frente a frente con un destino todavía incierto, de momento inexistente, aunque puro.
Miro por la ventana en busca de una palabra, la primera palabra, para mi escrito... Me pierdo entre los árboles que hay enfrente. No escribe la pluma.
El papel, inmaculado, está perdiendo la paciencia. Noto su mirada clavada en mí, pidiéndome, suplicando, una palabra, sólo una, para darle habla. Yo le observo, despacio, buscando en su blancura algún signo de una palabra. Nada.
Tinta azul, pluma, sin estrenar aún. Cojo la pluma, la abro con decisión. Una gota, tinta azul, cae. Despacio, cae y veo cómo va cruzando, el aire con suavidad. Ni un ruido. Silencio. Toma diferentes formas durante la caída, siempre redondeadas. Cae, mancha, tinta, azul, en el papel, antes blanco. Pero, nada, no hay una palabra con la que empezar. Angustiado, me voy a dar una vuelta.
Cuando vuelvo es tarde, ceno y voy a dormir. Hoy no hay música, sólo silencio. Sueño... papel blanco, tinta azul, roja, negra y una pluma y una gota, de tres colores, que cae, cae irremediablemente, condenada, y mancha el papel, antes albo, y el papel se entristece, pues ya ni es puro ni habla todavía. Llora, sus lágrimas borran la mancha, vuelve a ser puro y feliz, aunque mudo.
Me levanto, día libre. Desayuno y voy, lento y asustado, a la habitación. Azul cielo en las paredes. Árboles tras la ventana.
Él sigue encima de la mesa, con su mancha, azul, de tinta, en una de las esquinas. No ha llorado. Sonrío y le doy un beso, en la mancha. Es suave, como piel de labios de muchacha, sí, suave. Me gusta su tacto, y se lo digo, “papel, me gusta tu suavidad.” Primeras palabras perdidas, ya es tarde para ponerlas, han volado con el viento, se han ido para no volver. Es realmente un papel especial para mí, hace tantos días que espero poder darle voz, se ha convertido en un objeto importante. Paso tanto tiempo a su lado, tratando de darle más vida, tratando de que me diga algo.
Nada, mi mente se ha vuelto tan blanca como fue el papel en otro tiempo. La pluma a mi derecha parece reír, se ríe de mí, pues no soy capaz escribir una palabra, algo, que haga que todo esto haya merecido la pena.
Pienso en por qué quiero escribir. No lo sé. ¿Se podrá escribir sin un fin determinado?. No lo sé.
Tomo, la pluma, tinta azul, la abro muy lentamente. Trato de pensar rápido y que mis actos no me impidan pensar. Agarro la pluma con la mano izquierda, mi mano buena, o mala. Con fuerza. Bajo rápidamente mi mano. Con fuerza, y clavo, la pluma, tinta azul. El papel está muerto. La pluma ya no ríe, sangra herida de muerte.
Papel, muerto. Pluma, muerta. Tinta azul, sangre y lágrimas. Tranquilidad... impotencia.
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1 comentario:
Tu texto me suena...
Vacio...matemos el tiempo...
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