sábado, 1 de agosto de 2009

El eclipse.

Atravesamos la jungla en tren. Comenzaba una tormenta inmensa cuando llegamos a Madarihat, un pueblecito perdido en medio de la selva de Bengala. Ya era de noche, la noche anterior al eclipse, cuando nos instalamos en el hotel Relax, el único de Madarihat. Alguien nos habló de un puente a algunos kilómetros al este desde donde probablemente se vería mejor el eclipse y concretamos una hora para que nos llevase hasta allí en su coche.

A las cinco y media de la mañana nos sentamos a la orilla del rio, a un lado del puente por el que pasa la carretera. Al este, detrás de muchas nubes, comienza a amanecer. Pero no podemos ver el Sol. El tiempo va pasando lento. Las nubes parece que no se mueven. Cuando empezamos a perder toda esperanza el Sol, del que ya sólo se ve una sonrisa como la del gato del País de las Maravillas, se asoma entre las nubes. Como por arte de magia se abre un claro en el cielo. Justo en medio está el Sol a punto de ser cubierto por completo. Y, de repente, un último rayo de Sol, un suspiro ahogado de todos los que estamos por allí cerca, y se hace la noche y el silencio. Una noche extraña. Una noche fantasmal. Y en el cielo un aura de luz que flota.

La sensación es sobrecogedora. Hipnotiza. No se puede dejar de mirar ese aura que brilla y flota en el firmamento. Aunque quiera mis ojos no se pueden dirijir a ningún otro lugar.

Es una demostración del poder de la naturaleza. Es la confirmación de nuestra pequeñez en el universo.

Después aparece un rayo de luz. Y otro. Y otro más. Y el dia vuelve a surgir. Las estrellas vuelven a desaparecer. Y la selva vuelve a despertar. El mundo sigue dando vueltas.

Un rato después, cuando el Sol es una sonrisa invertida, el claro entre las nubes desaparece y con él el Sol.

Ver el eclipse ha sido un regalo de las nubes que, por alguna razón que desconozco, decidieron dejarnos ver el Sol en el momento preciso.

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